RELIGION Y ESPIRITUALIDAD A LA BUSQUEDA
DEL EQUILIBRIO
Víctor Rey
Este es un tiempo muy indicado para reflexionar
sobre nuestra persona, demasiado ajetreada en el existir cotidiano arrasada
casi siempre por el estrés y otras formas de tensión y opresión que vive el ser
humano contemporáneo. El cuerpo pide siempre serenidad y nuestra cultura raras
veces se la proporciona. Añadido a esta realidad, otra no menos importante: la
religión sigue siendo la cuestión que más preocupa a la gente. Por poner un simple
ejemplo: en el popular buscador Google, el término “religión” registra 352
millones de páginas, mientras que la palabra “ciencia”, tiene que conformarse
con 60 millones de entradas. La diferencia es notable y obedece a la inquietud
que manifestamos por todo aquello que escapa de la explicación racional, a
pesar de vivir en plena era de desarrollo científico y tecnológico. ¿Qué está
ocurriendo en las culturas religiosas y de la salud para que semejante
eclecticismo haya llegado a ser posible?
Con este panorama, se hace necesario comentar sobre
la relación entre salud y espiritualidad, entendiendo ésta como una
característica exclusiva del ser humano, una necesidad vital que nos empuja a
buscar la esencia de la propia vida; es decir, a plantearnos las preguntas
metafísicas de todos los tiempos, desde diversas perspectivas (teístas, deístas,
agnósticas, ateas).
Para muchos investigadores, la creencia
religiosa y la vivencia espiritual guardan un correlato neuronal en algunos
sistemas de nuestro cerebro. La deducción es lógica teniendo en cuenta que
todos nuestros pensamientos o estados mentales son causados por procesos
cerebrales. Pero, ¿podemos afirmar con toda claridad que “todos” nuestros
estados mentales son producto del cerebro? La pregunta no es baladí, y ante
ella cabe adoptar una prudente cautela. Me refiero, naturalmente, a la
conciencia: explicarla sobre una base física es, hoy por hoy, una ingenuidad,
porque ni sabemos qué es la conciencia, ni qué procesos mentales la causan de
hecho, ni cómo opera para transformar o modificar estados en el propio cerebro.
Pero de una cosa sí podemos estar seguros, y es
que se trata de un fenómeno único en el universo: la emergencia de la
conciencia es el hecho más importante de la evolución, aunque no podamos hablar
de ella en términos exclusivamente biológicos, como pretenden algunos filósofos
y biólogos, intentado alejarse de posturas dualistas.
Teniendo en cuenta esta prudencia, que en ningún
modo pretende disminuir la importancia del planteamiento neurológico, algunos
antropólogos proponen incluso que la
conciencia no está restringida al cerebro, sino extendida o codificada en una
amplia red simbólica de naturaleza cultural. Son, a la postre, los procesos
culturales los causantes de una gran parte de la conciencia. La tesis no es
nueva, pues desde la antropología cultural y social se ha venido prestando
indudable atención al procesamiento cognitivo de la información sintetizada en
el lenguaje empleado, cuyo origen constituye también, otro enigma.
Así, sabiendo que la conciencia es personal,
pero que también cabe la posibilidad de que una parte de ella sea un fenómeno
entretejido en la propia red cultural, podemos pensar en nuestra dimensión
espiritual, incluso mística, como una propiedad exclusiva de la conciencia.
En definitiva, la esencia del ser humano es una
incómoda y tensa dualidad de tecnología
racional y creencia irracional. Todavía somos una especie en transición.
Pero esta especie en transición, este nosotros
que ha logrado evolucionar y sobrevivir hasta alcanzar cotas impresionantes de
conocimiento, se enfrenta al problema de la conciencia tratando de desmenuzarla
en sistemas neuronales, llevando las explicaciones a la escala sub-atómica y
cuántica, si es preciso.
Si la espiritualidad es una característica de la
conciencia, y ésta se plantea en términos exclusivamente biológicos, podríamos
muy bien afirmar que los elementos básicos de la religión están en el propio
cerebro. Sin embargo, como hemos visto, la explicación plantea numerosas incógnitas,
imposibles de esclarecer por el momento. Es más, la inmensa mayoría de los
creyentes, ya sean de tradición monoteísta, ya de tradición deísta, negarían la
posibilidad de que su vivencia religiosa sea el producto de un complicado
mecanismo neurológico o de una evolución cultural basada en símbolos porque,
desde estas perspectivas creyentes, es esa “capa cultural” la que impide el
verdadero acceso a la divinidad.
En efecto, si nos atenemos a la investigación
científica, determinados procesos cerebrales son causantes de estados alterados
de conciencia -lo que no significa que causen la propia conciencia-, tales como
las alucinaciones, el trance, la posesión, la visión, algunos tipos de sueño,
etc. Dichos estados forman parte en numerosas ocasiones del acervo cultural de
una religión o práctica religiosa. Cada tradición da más importancia a unos que
a otros, pero todos están insertados en el ser humano. Son parte de nuestra
esencia biológica y cultural. De tal forma, cuando el hombre aún no había escenificado
la ruptura con la naturaleza y sus ciclos, dichos procesos proporcionaban
significados precisos y únicos. Según algunos historiadores de las religiones,
las primeras religiones fueron de carácter el chamánico, concepto que
recoge esos estados alterados de la conciencia.
El progreso de la Humanidad, en su historia de
destrucción, y también de construcción, ha ido arrinconando en lo más profundo
de la mente la herencia de una conciencia no sometida a la fuerte presión
cultural, una conciencia limpia de injertos ideológicos y normas más o menos
establecidas. Y nos encontramos ahora despojados, casi desposeídos de una de
las propiedades más importantes de nuestra conciencia: ser nosotros mismos,
tener nuestra propia identidad, no basada en un número de identificación a
efectos fiscales o de control policial. Las religiones, estructuradas en torno
a distintas creencias, rituales y normas, constituyen a veces la “capa
cultural” que impide la verdadera vivencia de la espiritualidad. Se rompe el
equilibrio y la persona navega en aguas sinuosas donde todo viene dado. Surge
la duda, el temor, la ansiedad, la rutina y, por ende, la enfermedad. Entonces,
esta persona desposeída de su propio capital natural, inmerso en un mundo
sofisticado y superficial, acude al psicoterapeuta, al consejero. Necesita
reestablecer el equilibrio, encontrar un asidero al que amarrarse sin miedo a
la caída y al abandono total.
Podemos decir que estamos antes el
renacimiento de una espiritualidad subjetiva y experimental a menudo apoyada en
argumentos científicos, que se yergue al mismo tiempo sobre tres críticas
cruciales: La crítica al reduccionismo materialista de la biomedicina, la
crítica al trascendentismo de las religiones del libro, y la crítica a la
fuerte institucionalización de la medicina y de las religiones modernas.
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